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domingo, 9 de agosto de 2020

Crónica de un rastreo imposible en Madrid

Crónica de un rastreo imposible en Madrid

Ahora que la Comunidad de Madrid se está enfrentando al rebrote que no quiso atajar a tiempo en julio, que carece de rastreadores -ni voluntarios ni contratados- y que cualquier atisbo de transparencia en sus datos es una ilusión, el siguiente testimonio posiblemente no sea la serie de catastróficas desdichas que creí durante un tiempo.  

Todo comienza el último día de vacaciones en Ribadesella -de las que ya informé por otro asunto distinto y que por desgracia me veo obligada a volver a mencionar-. A la hora de comer, Simone olisquea con insistencia la rodaja de limón de su refresco. Ha perdido el gusto y el olfato, lo que parece anosmia, uno de los síntomas más raros y reconocibles del virus. Un picor de garganta por allí y una cefalea por allá hacen que nos diagnostiquemos como grupo sospechoso y decidamos iniciar los trámites de prevención, unas en Pamplona y otras en Madrid.

Lunes, 9:30 de la mañana. Llamo a mi centro de salud, que me recibe con una musiquita desquiciante de 6 minutos de espera y ninguna respuesta. Tampoco a la segunda, la quinta y la séptima. A las 13:00, Clara, médico en Madrid, recibe los resultados de la PCR que le han hecho a primera hora de la mañana por prevención laboral: positiva. Ahora mi caso se vuelve un poco más urgente. Van cerca de treinta llamadas y en mi casa retumba el espantoso hilo musical desde el altavoz del móvil a la espera de que surja una voz humana al otro lado. Son las 20:30. No ocurre.

Martes, a primera hora. Simone también obtiene su positivo y nos avisa de que, por ser la más sintomática, será considerada como el caso matriz desde el que partir el rastreo. Yo ya tendría que haber recibido la llamada desde Salud Pública madrileña por ser contacto cercano de Clara. Pero no solo no sucede, sino que siguen sin descolgarme el teléfono en mi ambulatorio. Las pamplonicas van recibiendo sus resultados -todas negativas- y las indicaciones: 10 días de cuarentena desde el último contacto con Simone y seguimiento cada tres días aproximadamente por si brotasen los síntomas. Sus móviles echan humo y, a 500 kilómetros de distancia, estoy al borde del acoso a mi médico de cabecera. 

Me siento afortunada, ese día han bastado cinco intentos para contactar con alguien. La operadora no pregunta demasiado, me pide que me aísle -algo que ya he hecho por motu proprio durante dos días y medio- y que espere la llamada del doctor. Suspiro. En el mientras tanto me contacta una rastreadora navarra encantadora, que me brinda 15 minutos de su tiempo en una conversación trufada de información útil aunque yo no entre en sus competencias y me haya derivado a Salud Pública madrileña, “que te llamarán enseguida”.

Miércoles, 11:00 de la mañana. Recibo una llamada de un número larguísimo. Contesto. No hay señal. Se pierde. Me siento como en esas películas de terror donde solo tienes una oportunidad para avisar a tu rescatador o como en Quién quiere ser millonario. Llamo desesperada al centro de salud porque no pienso perder la cita que llevo aguardando tres días y algo me dice que, si no lo hago, ellos no van a insistir más. Otra vez la maldita musiquita. Lo coge una operadora a la que informo de mis problemas técnicos y ruego que, si era el doctor, no me abandone en un confinamiento perpetuo en mi casa. “No era él”, me dice, “te llamará en unas horas”. Cuelga.

Miércoles, 15:00 de la tarde. Aparece en escena el doctor. Me imagino que de alguna manera debe saber que soy doble contacto de riesgo o algo sobre mi sintomatología, pero me equivoco. La lucha por conseguir una PCR con él es tremenda, como si el gasto saliese de su propio bolsillo. ¿No es acaso el protocolo? Dice que el dolor de garganta, la gastritis y la debilidad muscular no son suficientes. Que necesita algo más. Tras mis súplicas y exagerando con desgana mi estado, me cita en una hora.

Acudo a las 16:00 al centro de salud -que no es el habitual, puesto que el mío ha sido desmantelado durante la pandemia-. La entrada está custodiada por dos enfermeras armadas con pistolas de temperatura que se miran desesperadas entre ellas y maldicen a los médicos por no saberse los horarios del ambulatorio. “¡Hasta las 18:00 no hay nadie que haga PCR!”. No vivo cerca de ahí, precisamente. Cojo mi libro y espero sentada en un banco, paranoica para no tocar más de la cuenta porque -recordemos- yo debería estar aislada por ser contacto estrecho.

A las 18:30, una enfermera grita mi nombre y me pide un volante. Le explico que me han citado telefónicamente y que no tengo ningún papel. Noto que se le empieza a hinchar la vena y llama a un compañero: “El doctor de la mañana no ha dado ni un solo volante y ahora tengo la sala de espera llena de gente que me sale sin diagnosticar”, protesta. Eso es que todo lo que he hablado por la mañana con mi médico no está apuntado. Me dice que tengo que esperar a que me vea el de la tarde, un señor que, como soy asintomática, duda de que me haga falta una PCR. Eso, después de tres días de espera y de casi tres horas en el ambulatorio. Le recuerdo que soy contacto de dos personas positivas y se le cambia la cara, me firma el volante y entro a la sala de la enfermera. Ella parece la única conocedora de lo que hace, aunque le deben poner la vena a prueba varias veces al día. El doctor me notifica que los resultados saldrán en seis días. Le ruego que sea antes, que mis amigas de Pamplona los recibieron al día siguiente. “Lo intentaré”. 

Jueves, 10:00 de la mañana. Me llama una rastreadora de Madrid con tono profesional y agradable, aunque percibo su saturación. Le digo que ya me hice una PCR en mi centro de salud y me informa de que, independientemente del resultado, me harán un seguimiento porque los síntomas pueden brotar más adelante. El viernes, a las 18:00 de la tarde, cinco días después de mi primera llamada, recibo los resultados: soy negativa.

P.S: A día de hoy, a punto de cumplir la cuarentena, ni me han citado para una segunda PCR ni me han hecho un seguimiento. Por no decir que la médico de cabecera que me dio los resultados me preguntó a mí cuántos días debía estar encerrada porque no tenía del todo claro el protocolo. 

Este periplo personal no pretende ser la parte por el todo ni poner en el paredón a quien no corresponde: ni operadoras, ni enfermeras ni médicos que resuelven las negligencias de sus compañeros. Es un relato más o menos testimonial que, unido a la precariedad de la Atención Primaria en la Comunidad de Madrid y a la desidia de Isabel Díaz Ayuso para contratar a más rastreadores, explica la curva ascendente de una comunidad que se ha puesto a la cabeza de los contagios en apenas dos semanas

Madrid no puede abusar de la responsabilidad individual de sus ciudadanos y después, si esta hace aguas, lamentarse de que la gente no tiene conciencia. Si yo hubiese sido positiva, no hubiese podido teletrabajar, hubiese tenido un viaje o simplemente careciese de la información que me da escribir en este medio y leer a enormes compañeras que saben mucho, lo más probable es que hubiese iniciado un brote de forma inconsciente. No dudo que eso esté pasando a diario en esta ciudad por la dejadez de sus representantes. Cinco días sin noticias de Salud Pública, de un rastreador o de un doctor en pleno verano, es un peligro. La responsabilidad individual puede salvarnos, es cierto, pero nunca sin un mínimo de compromiso político.

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